Epílogo
epílogo
es la llegada de los
grandes recipientes; del cuébano de la colada de cinc en el que metieran a
Pablo, cociéndolo en agua caliente para aliviarle su cólico nefrítico, alucinante
galería de Esparza de Salazar, la escaldada de Galtxe, a la que curara Eulogio
con ungüento de sabuko; la cojica de Patxiku, que llevaban a Fuentebatueco
seguida de las niñas del pueblo: «íbamos con ella ―dice patética Felisa de
Cerrajero― íbamos con ella cuando la llevaban»; y personificando la fuente inanimada:
«dicen que no la ven nunca»
o el horno de pan
donde metieran a Ambrosio Semberoiz para aliviarle el reúma, tras los botones
de fuego ineficaces; o las cazuelas de barro de casa Jostuna para la peloa de
la Brígida; o los peines de madera o las tabletas de boj, fajadas con fuerza al
pecho de la madre; y aquel gigante Loigorri Lodorrojo con las manos y los pies
helados tras una noche de nieve sin fuego en la borda, la ropa al aire y él
envuelto en una sábana
es la llegada de los
grandes recipientes, como preludio mágico de la nueva farmacopea; de la bañera
que comprara el ayuntamiento para el pueblo y en la que bañaran cada año a los
quintos ―la bañera conoció su último descanso en el sabaiao de la antigua casa
de la villa, de la que salió a hombros del «jodido chatarra», como muy bien sospechara
el de Kattalin―
se acabaron las
hojas de jabón del camino de Mallúa; el polvo de camino para las rozaduras; el
ungüento de sabuko para que no se pegue la venda a la herida; los piojos de la
escuela y la flor de ottobaba para la sarna de Maiazaldea; ahora hay bañera y
zotal; y un fuñigador, que es como Ilamaban en Otxagabía al que fumigaba, que había
persona encargada de fumigar al que llegaba de fuera, llevándolo al lavadero municipal;
el último fumi o fuñigador de Otxagabía fué Pascual Eseberri, muerto poco antes
de la guerra
es la hora de los grandes
cambios; la hora del zotal y de la limpieza a todos los niveles ―en la gripe
del 18, que diezmó Sansebastián, se limpiaron pisos y portales con zotal―; es
la hora de curar la patera con verdete y el mal rojo con lejía viva, en una
libertad de movimientos fantástica, aplicando a los animales remedios
destinados a las cosas, justamente por su poder desinfectante
a nadie le debe extrañar
pues, que pasados muchos años, el hijo de aquel que metieran en el horno y
aplicaran fuegos como a las caballerías, Lucas Semberoiz, que ha heredado de su
padre el incurable mal del reúma y se ha gastado una fortuna en la nueva farmacopea,
vuelva los ojos a los días mágicos de los grandes recipientes y primeros
desinfectantes, y se dé lejía viva, como a los cutos endoloridos, y, una o más
veces ―son sus palabras― aguarrás
Sansebastián,
julio-octubre de 1974
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