Prólogo
prólogo
la tradición
medicamentosa es marginal: no pertenecen los remedios de los males al centro de
la tradición, como pertenecen los ritos funerarios o solsticiales; es algo que
se aprende de otros cuando se presenta el mal, y que se ignora si no ha
llegado; de ahí que la tradición medicamentosa presente en una casa, se reduzca
exclusivamente a los males padecidos en esa casa: así casa Txandón ignora los
remedios para la peloa, el dolor de oídos de los niños y las lombrices, porque
no los pasó; casa Zubialde no sabe nada de sabañones ni callos ni berrugas ni
mal de ojos, conociendo remedios rarísimos como los de la erisipela; casa
Maiazaldea en fin pasó la sarna y no logra recordar la hierba del ungüento,
pues fué una anécdota en el discurso de su vida
nada debe extrañar
por lo tanto, que al irrumpir la nueva farmacopea en la vida de la casa, haya
olvidado ésta los antiguos remedios de los males: nada hay quizás tan
emocionante como ésta constatación del deslumbramiento ante la llegada de la
ciencia, esa conciencia del antes y del ahora: el «antes no había más que orina»
de casa Kattalin o «la roña esa que dan ahora» referida a la mercromina; el «no
íbamos ni al médico ni a la farmacia»: no le poníamos otra cosa más que aceite
de Santirso» de casa Zubialde, que dice más adelante aquel exultante «no como
ahora: ahora es vivir; ahora es el paraíso terrenal»; escuchar por ejemplo
referencias a antes del pental; escuchar por ejemplo referencias a antes del
zotal; o de la aspirina: «cuando se tenía dolor de cabeza Y porahi, así como
ahora existe aspirina, entonces se tomaba d'eso: karraskilla»; constatar a cada
paso por ejemplo la fascinación ante la inyección: «ahora con unas inyecciones
ya está» que dice casa Jostuna
una ciencia
aprendida al hilo de la enfermedad, que es el de la vida; transmitida generalmente
por los mayores, que son los que más hilo llevan: «me dijo un abuelico “ponte
d'estas yerbas: ya verás qué bien te v'a ir”»; una ciencia transmitida también
por otros medios, a veces peregrinos, que van del calé a calendario: un calé
enseñó en efecto a casa Legaz remedio para los torzones, y un calendario a casa
Maisterra hierbas contra la picadura de la avispa
una ciencia que hoy
se oculta por fuerza, ante la irreverencia de los hijos y de los nietos: «se
nos ríen, las cosas antiguas se nos ríe esta joventú: yo prefiero no hablarles
de las cosas d'iantes» que dice Dionisia Gárate; pero que fueron los remedios
seculares, aprendidos por el hombre desde la noche de los tiempos, que son los
de la llegada a la razón en las cuevas de Beiegu y Zubialde: orinar en la
herida por ejemplo: «nosotros en el monte pues muchas veces tomábamos mal con
el hacha verdá, alguna cortadica o males con las tajas de los árboles verdá, y
entonces nada: pues a orinar: a orinar en la herida» que dice Pablo Perez
Arana; remedios que acompañan al hombre desde su salida a la razón, como
cicatrizar la herida con telas de araña; cortar la hemorragia con minza de
pino; secar los granillos del pendiente con polvo de camino; y ya más tarde el agua
hervida con sal y vinagre; el sain o manteca de cerdo sobre la herida, panacea universal
de los males esparzanos; o aquella increíble de picar corregil o cuero de
abarca sobre la herida, que también curten el corregil en abundante sal
y otra ya más
reciente, pero en la misma línea de desinfección y elementalidad, de Loigorri Lodorrojo,
el gigante de Kattalín: «cuando me corté con el brabán con eso me hicieron;
antes no había estas cosas que hay ahora; antes más no había más que la orina;
yo to la vida con eso; yo, si me cuerto y eso, lo primero qui'hago mear: lo
primero; si no, si t'haces una cortada un poco honda, antes como fumaba, pues
tabaco bien menudo echarle ahí; y eso quema, el tabaco quema mucho; aquella vez
que me pegó el guardia ese allí rencando patatas ―menudo ajadazo― pues con
tabaco se me quitó; nada más; estaba de permiso y estabámos rencando y entramos
a profía, el uno el otro, y al tiempo que iba yo a... , el otro va y me pegó;
sin querer; conque jo, me piqué allí tabaco ―me bailaban las piernas― eso quema
mucho, el tabaco: quema más qu'el alcol; y así se me curó»
o correr descalzos
por la nieve para quitar los sabañones; o la proximidad del cuerpo humano, el
calor del hombre para el hombre ―ya no se puede pedir mayor elementalidad―; no
hay quizás relato más patético y por otra parte enternecedor, que el que contara
la de casa Jostuna: «voy a casa y empecé con unos escalofríos y unos temblores,
que me tuvieron que llevar a la cama, y nada: veng’a ponerme vasos de agua
caliente y cosas, y nada; y veng'a echarme colchas, y nada; conque encima de no
sé cuántas colchas Lucas se tuvo que poner, encima de to las colchas, encima
mía; y así ya entré en reacción, sí»
es el comienzo de la
farmacopea y de la razón, prácticas de escalofriante elementalidad, que se
conocen mucho menos que las virtudes de las plantas o las aguas; que están
unidas a los símbolos perdidos de las cosas, como una marcada predilección por
el número impar: novena para la infusión del bizko; once o trece porciones de
ajo para el collar contra las lombrices; ó escaldar el panadizo siete o nueve
veces
son los remedios de
la madre; remedios en buena parte ineficaces, como lo saben por supuesto las
casas y lo confiesan sin rubor: «el cerdo que se ponía endolorido, ahi se
quedaba; perdía peso sí, y luego pues ya las patas delanteras y las traseras se
le ponían torcidas, ya no se mantenía en posición de ninguna clase, o sea que
tenía qu'estar echao, allí echao; y eso, muchos pues lo hacían con lejía viva,
qué se yo, claro a algo tenían que recurrir; o sea frotarles con lejía las
partes endoloridas, las patas; pero no se curaban, no»; o vapores de agua
caliente para el estreñimiento, que tiene por otra parte anécdotas muy
divertidas como es fácil presumir: «ya hace dos años me pasó a mí en Pamplona;
yo no sé por qué circunstancia me puse mal, no podía hacer de cuerpo, a lo
mejor me sentaba en casa... en cuanto me sentaba unos dolores terribles de
hacer, desesperao; llegaba allí y nada, unos esfuerzos y nada; y fuimos al médico
y me recetó unos supositorios, pero no me hicieron efecto; viene una mujer y “eso
es bueno ponerse en un recipiente el que fuese, un recipiente bieeeen caliente,
y te pones tú al par del agua”; me cagüen la leche, me pongo la primera, me
vuelvo a poner, se conoce que m'arrimé y la toqué, me cagüen la leche, dí un
blinco; se conoce qu'el efecto era, dentro por las circunstancias que sea se
forma un bolo, duro duro duro, y a cada paso y no había forma, no salía; y pasé
yo días malísimos, muy malos; pero efecto no hizo ninguno, eso; al fin llamamos
al médico, me dió unas gotas y con aquello ya me solté; pero aquello, un
recipiente con agua hirviendo allí, me cagüen: una de las veces le toqué... uf,
ya ya»
remedios en buena
parte ineficaces, como diversas modalidades de calor para la mastitis, con
pérdida frecuente de pechos; remedios en todo caso cortos de eficacia, como la
cebolla en heridas de importancia; hay incluso intuiciones medicamentosas fatales,
como la de poner manos y pies a punto de congelación en agua caliente; enfermedades
en fin incurables, males que no salen de casa, que no traspasan el umbral del manicomio
y los oculta de la gente las paredes blancas de la casa: «nos estaríamos toda la
tarde y toda la noche ―cuenta Dionisia de casa Zubialde― y no acabaría de
contarle cosas de mí: lo que he pasao, lo que hemos pasao; tres hermanos éramos,
dos hermanas y un hermano; a los dieciocho años le dio un paralís y lo tuvimos
hasta los treintaidós; le cogió manía a la madre y lo cuidaba yo; todo: de
comer, cambiarle la ropa, todo; y se nos murió en los brazos; no le podía ver a
la madre y me hacía a mí; no locuras, sino le daban mareos; y se le pasaban y
se quedaba quietico»
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